martes, 21 de mayo de 2013

La mejor razón para no terminar una poesía.

 
Recuerdo perfectamente
el primer día del resto de mi vida:
no hizo falta llorar para coger oxígeno,
todo lo contrario,
bastó mirarle para empezar a respirar.

A caminar aprendí yo sola
entre las 22:45 y las 23:50 de la noche,
aunque he de admitir,
que a veces perdía el equilibrio y
mis manos buscaban la farola más cercana
para seguir en pie.

Lo más extraño de todo fue mi capacidad
para hablar:
absolutamente nula, absurda, incoherente.
Ni siquiera estoy segura
de si saludé al amor de mi vida
cuando por fin le tuve enfrente
o me limité a tartamudear, sonreír
y bajar la mirada.

Desaprendí todo lo que había aprendido
a lo largo de mi huida,
y cuando digo todo,
es todo:

de repente,
era la primera vez que pisaba Madrid,
la primera vez que mis pies saltaban sobre charcos
y la primera vez que hacía el amor.

Desde entonces,
he nacido más veces
de las que cualquier mortal podría vivir,
y he muerto en sus manos, en sus ojos  y en su boca,
un número aproximado
a la inversa de una toma de tierra,

-la cifra exacta de tal valor
es un calculo continuo-

Algo así como mezclar un corazón
que no aprende de errores
con otro que vive en el recuerdo
de lo que duele cometerlos,
como mezclar un sueño continuo
y una realidad paralela,
ganas de volar
con vértigo,
o la A con la M,
para obtener la prim(...................) 








[Lo siento.
Justo aqui salió de la ducha,
y lo último que pensaban en hacer mis manos
era en terminar esta poesía.]




Mónica Gae.

lunes, 13 de mayo de 2013

La asignatura de mi vida: las doce en tu espalda.

Queridos mamá y papá, tengo que confesaros algo:


Ya sé que tengo veintidós años y que pensáis que estoy en cuarto de carrera, y no os asustéis, sigo teniendo veintidós años y sigo estando en cuarto de carrera, pero tengo que deciros que me he vuelto a matricular en el colegio.

Sí, en el colegio, estáis leyendo bien. Si no recuerdo mal, es ahí donde te enseñan los conceptos básicos de la vida y, ahora que siento estar viviendo por primera vez, veo justo aprender desde cero todas esas asignaturas que en su día aprobé por el simple hecho de poder ir a la playa en verano.

Llevo tres meses asistiendo a clases nocturnas en el colegio de sus versos y creédme: ahora suspiro de ganas cada vez que me ponen un examen de Literatura. Ahora estudio a Neruda y a Quevedo y los entiendo, ya lo creo que los entiendo. Las mates ya no son un problema desde que cuento con sus dedos para sumar vidas y el inglés es solo otra excusa para decir que estudio una lengua que no es la mía.

Veréis, ahora, en Conocimiento del Medio estudio sus relieves (y qué relieves, mamá, ya no me verás llorar por no aprenderme lo que es una meseta o una montaña rocosa). Ahora en Geografía estudio las provincias de todos sus lunares, y me los sé todos de memoria, empezando por el Norte y acabando por perderlo. En Educación Física... bueno, digamos que recorro la pista sin necesitar mi Ventolín, y aguanto más que nadie, papá. El profe dice que debería practicar deporte más a menudo, que podría llegar a donde yo quisiera. Y yo le digo que no se preocupe, que he encontrado un cuerpo donde practicar cada noche eso que algunos llaman... amor, que de hecho, sobre eso empecé a saber el primer día de clase.

En religión me enseñan los valores que en antaño no sabía de qué hablaban: dicen algo del cielo, de una vida más allá de la muerte, algo de rezar y no mentir. Y por fin lo entiendo, papá, aunque sigo siendo atea: en el cielo puedo ver el color de sus ojos y quedarme a vivir en la nube que yo elija cada vez que miro el móvil y veo que me habla; sé, desde hace tres meses, que voy a vivir doce vidas y quizás no haya aprendido a rezar aún, pero le recito a corazón abierto cada noche lo que siento. Y esa me parece la oración más sincera.

El año que viene me matriculo de Biología, Física y Química, solo de esas tres, pero es que quiero sacar sobresaliente -ya sabéis cómo soy cuando algo me gusta-. He oído que estudiaremos el cuerpo humano y conozco dos clavículas que me han robado las pupilas, que sin ser azules, las suyas lo son por las mías. Estudiaremos lo que es la gravedad, que aunque dicen que tiene un valor de 9,8, yo no me lo creo. Yo creo que tiene las medidas de sus labios y aunque a veces tenga que ponerme de puntillas para besarlos, intentaré medirlos para decirles que corrijan esa cifra. Por último, en Química, vamos a estudiar las mezclas, y no veáis las ganas que tengo de empezar: cuando me acuno en sus brazos, saltan chispas, mamá, y esa es la mejor reacción que aunque aún tengo esperanza, dudo que aparezca en ningún libro.

Pero no os preocupéis, acabaré la carrera. Esto solo os lo escribo para que entendáis por qué me acuesto tan tarde cada noche, es que son clases nocturnas.














 



Atte:

Vuestra hija.